lunes, 27 de abril de 2009

Crítica a Una familia dentro de la nieve por Lucho Bordegaray

teatro // Una familia dentro de la nieve, de Guillermo Arengo, según Diego Brienza

Mi abuela materna tenía una cajita de música sobre la cual, dentro de una semiesfera de cristal llena de agua, había una casita, un pino y pedacitos sueltos de un material blanco que, al agitarse el agua, generaban un lindo efecto de nevada sobre ese pequeñito paisaje.
Es muy parecida a la esfera que se le escapa a Kane de las manos cuando muere al comenzar El ciudadano y se rompe, con la diferencia de que la cajita de música en cuestión está entera. Claro que la melodía suena rara; se nota que el paso de los años está dejando su marca en esa maquinita y algunos dientes del cepillo de metal no están haciendo su tarea, por lo que faltan sonidos y el ritmo varía, sin contar que la cuerda tiene poca fuerza y apenas mueve el tambor por poco tiempo.
Jamás, ni aun siendo niño, imaginé quién pudiera vivir ahí, dentro de esa casita. Hasta que vi Una familia dentro de la nieve y necesariamente ubiqué a esos personajes en la casita azotada por la inocente nevada que solo se despierta cuando una mano la agita.
Porque esa familia vive en una esfera sencilla y mágica, y porque funciona como esa vieja cajita de música: no suena bien, pero se hace querer aunque falle mucho.
Quienes forman esa familia dentro de la nieve son mamá, cuatro hijas y un hijo. Mamá mucama del hotel de la avenida, las cuatro hijas algo tontas, el hijo demasiado inteligente. ¿Y papá? Desde hace muchos años –tantos que no llegó a conocer al nuevo varón de la familia– está donde lo han llevado su convicción y su militancia: en la Unión Soviética.
Mamá sentada, casi ajena al resto del clan, con el uniforme laboral que la define aun más que la maternidad. Las hijas, jugando juegos tontos, lanzándose a la tristeza como quien se zambulle en una Pelopincho, y sosteniendo las idealizadas aventuras del heroico padre ausente al que imaginan como a un gigante de la causa del proletariado en Leningrado, ciudad que tienen muy cerca gracias a una maqueta que ocupa la mesa familiar. El hijo, desde otra perspectiva, va perfilando una vida que no podría continuar en ese contexto, tomando distancia como puede. ¿Y papá? Papá un día llegará. Y la maqueta de Leningrado podrá convertirse en otro puente, en paliativo de otras ausencias.
Cecilia Zuvialde resolvió la escenografía con lo esencial y, a la vez, con una originalidad que no ocupa protagonismo alguno. También tuvo a su cargo el vestuario, destacándose de él la vestimenta de las cuatro hermanas, que habla por ellas (siendo que ellas ya hablan tanto).
Merece una referencia el programa de mano, lejano a lo que podría considerarse materialmente atractivo, impreso en papel obra y en blanco y negro, al mejor estilo panfleto, que posee elementos que refuerzan con inteligencia algunas posibles líneas de lectura que plantea la obra, sobresaliendo ese puño (¡derecho!) apretado en alto, con una llaga en forma de estrella socialista que sangra, o la presencia casi inadvertida de Ronald McDonald luciendo –puro diseño– la hoz y el martillo en el estampado de su remera. Buen trabajo de Bárbara Delfino, a cargo del diseño gráfico.
La notable pero acotada rareza del hijo (Gabriel Urbani), la infinita variedad de grises de la madre (Adriana Ferrer) y el coral resultado de la tan maravillosa como sonsa locuacidad de las hijas (Carla Vidal, Lucrecia Gelardi, Mar Cabrera y Vicky Massa) se le agradece a este elenco. Y a Horacio Marassi, quien le da al padre que regresa una contenida emoción en donde equilibra el pasado idealista, el presente fracasado y un futuro que resulta difícil de asumir.
Quedan varios asuntos abiertos acerca de los que no hay explicación alguna; en ese aspecto, Una familia dentro de la nieve podría haber brindado un poco más porque, asimismo, despierta ganas de más. De todos modos, esto de ninguna manera significa que lo dado sea insuficiente. Por eso, retomo el paralelo que establecí antes para aplicarlo a esto mismo: no sólo la familia, sino también esta obra es una cajita de música, y el director, Diego Brienza, supo darle sonoridad en chiquito, sin imposiciones, invitando a atender y escucharla de cerca. Y está bien que sea así.